Ficción: Relatos cortos y extractos por Robert Fuller
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De "Una fiesta para los sentidos" y otros escritos
Otros relatos cortos y extractos (publicados o inéditos)
Por los pelos, por Robert Fuller
Oye, la próxima vez, antes de mirarte demasiado tiempo al espejo, recuerda lo que siempre te he dicho. Veo que ya lo has olvidado. Hablamos de susurrar. Fue mientras caminabas hacia atrás por tus recuerdos, en alguna playa desierta, en algún lugar olvidado, solo o con algún compañero imaginario conjurado a partir de tu propia mirada. Pensaba que era porque estabas totalmente en trance con tu propia semejanza. Así que, en realidad, puede que fueras tú caminando contigo mismo, murmurando improperios ocasionales que el otro tú escuchaba por casualidad, al menos hasta que la prístina playa dio paso a un muro infranqueable de rocas.
Como recordarás, una vez que las rocas se materializaron, recordaste los susurros, aunque ya era demasiado tarde. Te llevaron a un lugar desolado, porque uno de tus yoes murmuraba en exceso a tu otro yo. Si hubieras estado murmurando, ahora no estarías en un lugar tan desolado, pues te habrían pasado por alto. Ahora puedo verte, puedo visualizar la pequeña habitación yerma de toda humanidad, desprovista de todo excepto de una cama y un espejo.
Es el espejo el que ahora te ocupa sin cesar.
No recuerdo cómo conseguiste que tus guardianes te permitieran recibir comunicaciones del exterior, pero sé que sólo han pasado unos meses, aunque ingresaste en tu pequeña habitación hace muchos años.
Aun así, una vez abiertos los canales de comunicación, no respondiste inmediatamente a quienes intentaron ponerse en contacto contigo. Creo que probablemente eras un poco aprensivo, y desde luego no confiabas demasiado en tus guardianes.
No creo que te hayas puesto nunca en contacto conmigo directamente y, de hecho, no tengo ninguna prueba fehaciente de que hayas recibido realmente mis comunicaciones. Sólo puedo verte -o imaginarte- puliendo continua e incesantemente el cristal que tienes delante, casi como si quisieras pulirlo hasta convertirlo en nada. Y siempre que no estás puliendo el vaso, puedo visualizarte alternativamente admirando y luego mirando con odio tu propia imagen, en un estado de perpetua confusión sobre ella, a veces acariciándola y otras veces enviándole sólo vitriolo.
Has insinuado que tus guardianes apenas se ocupan de ti, y, de hecho, sólo están ahí para asegurarse de que estás suficientemente bien alimentado. Te mantienen vivo, corporalmente, nada más.
Habría pensado que tus guardianes se habrían presentado para tu rehabilitación, al menos en alguna ocasión, pero, por el contrario, te han dejado voluntariamente a ti y a tu otro tú -el que ahora puedes admirar o maldecir tan irreflexivamente en el espejo- hacer lo que te plazca, como si el motivo de tu encarcelamiento no tuviera importancia, después de todo lo que has pasado.
Pero el espejo: ése es de hecho tu principio y tu fin, y ésa es en verdad la razón por la que quieres triturarlo hasta el olvido: es porque tú mismo dejarás de ser, es decir, finalmente, irrevocablemente, te enviarás a ti mismo, y a tu otro yo ahora desaparecido, misteriosamente a estar unidos para siempre, horizontalmente, al propio lecho de noche sin fin de tu pequeña habitación.
¡Estos teléfonos tan novedosos! Nunca había visto este modelo. Parece una especie de circuito cerrado. Casi como si uno hablara consigo mismo...
9 de febrero de 2013
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El set, por Robert Fuller (extracto—18.)
Mientras tanto, los lápices de colores del niño habían estado trabajando a destajo, algunos de ellos casi agotados, hasta el punto de que ya era hora de pedir refuerzos. Afortunadamente, justo en ese momento, una compañera de juegos, una niña apenas unos meses mayor que él, se acercó a su guarida con una mochila diminuta repleta de golosinas. En una mano llevaba un pequeño estuche de instrumentos musicales.
Debía de conocer su pasión por expresarse en el terreno visual, y se había tomado la molestia, ¿verdad? Bueno, en realidad no había sido ninguna molestia, no, no lo había sido, de conseguirle un juego de lujo, que rozaba lo último en diversión y emoción cromáticas, sólo para él, y le pareció, una vez que consiguió abrir su nuevo tesoro, que algunos de aquellos colores no los había visto nunca, y se maravilló al verlos, sólo se preguntó: ¿cómo podían existir unos colores así? Una hoja se arremolinó en su regazo.
Ahora, cuando miró el trozo de papel que acababa de rellenar y volvió a mirar su recién adquirida caja de juguetes, estaba un poco cabizbajo, porque ahora estaba tan claro que había elegido un esquema de colores monótono y miserable, que no encajaba en absoluto con la majestuosidad del tema, de hecho, todas las líneas y los ángulos eran sospechosos, tanto que parecían acobardarse en las sombras, cada una intentando esconderse bajo las mantas, los pliegues, los frunces, las faldas, las colchas y los edredones de las demás, esperando ahora contra toda esperanza que pasaran desapercibidas, transparentes, invisibles, camufladas por las protuberancias y estrías y otras imperfecciones de la propia textura del papel.
Tuvo que reprenderle y reñirle, incluso reñirle un poco por lo que ella consideraba una leve rabieta, no más de un dos, si acaso, en su escala richter privada, y simplemente otro lamentable ejemplo de un artista que es su peor crítico. Una vez que hubiera tenido la oportunidad de exponerle plenamente su caso, estaba segura de que él no volvería a imponerse un juicio y una sentencia tan duros e inmerecidos. Le señaló recatadamente que si observaba su dibujo con suficiente atención, preferiblemente antes de que se hubiera esforzado en hacerlo pedazos, pronto se daría cuenta de que los colores que había elegido, aunque no eran necesariamente tan vibrantes o de neón como algunos de los más obviamente deslumbrantes, llamativos, atrevidos, llamativos, ostentosos, llamativos, chillones, chillones, escabrosos, chillones, jazzísticos, llamativos, rococó con puntas puntiagudas que ella le había proporcionado mediante la diablura vanguardista, deslumbrante y de abracadabra de una paleta de artista en una caja, quizá de la variedad pandora, que acababa de legarle, eran, sin embargo, fieles a la realidad.
Señaló numerosos lugares del dibujo en los que no sólo había conseguido el matiz o tinte perfecto de la vieja perilla holandesa o pequeña de alguien, tanto si las cerdas eran uniformes, pálidas o de color sal y pimienta, sino que había clavado claramente la textura, no sólo de la barba incipiente, sino también de las marcas de viruela, hoyuelos, manchas, rugosidades, granos, pecas, líneas, arrugas o imperfecciones a las que pudiera haberse enfrentado. Soñaba despierto con ladridos, con agua.
Y debería haber sido mucho más receptivo a la sensibilidad y flexibilidad que mostraban los estandartes, las serpentinas y el confeti que ella señalaba, con un gran movimiento de cabaret de su pequeña mano, que cubría una gran franja de las regiones más elevadas del lienzo, la mayoría en tricolor cosmopolita, pero con motas de verde libertad que asomaban por ahí, todo bien dispuesto geométricamente como por decreto divino. ¿Y creía él por un momento que ella no era consciente de los infinitos detalles que había concedido en broma a cada banderola? Porque, si mirabas con suficiente atención, podías incluso entender lo esencial de lo que estaba escrito en cada una de ellas, aunque no fueras lo bastante versado en ninguna de las lenguas como para dominarlas por completo. Unos mechones de pelo caían por el canal.
El alguacil, que acababa de volver de fumar, lo observó con interés y empezó a esbozar una sonrisa maliciosa, al ver que el chico volvía a tener ganas.
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A Feast for the Senses, by Robert Fuller (extracto del texto original en inglés)
Dreaming without rain droplets. The rain had subsided. How to dream it back?
Paige, who also doubled as sous chef, had sensed that with a new set of flavors in the mix, it might turn out that the extra pungency and zest could well seed new clouds within their dream.
In the gallery there were several goblets that Smith—Alma, to be sure—had so gracefully adorned with prayer plants, stromanthe, so artfully, such that if you looked just so at those vessels, you could even sense the leaves furling and unfurling, and then, at daybreak, following the sun.
Just then, the sous chef arrived with yet more delectables—garnished as they were with the yellow flowers and trefoil leaf cuttings of the pickle plant, to add just a touch more of the bitter to the baked dish she’d just now dreamed up—which had been carefully spooned into bowls decorated with cave painting images mainly set in the red-orange-yellow range of the spectrum.
These yummies were a variant of truffled mac and cheese, done up with penne pasta cooked in water laced with clam juice, cayenne pepper, lemon salt, ancho chili powder, and herbes de Provence, as well as a generous helping of clams, and drizzled with fish sauce, then drained and baked for a full hour, with a soft melt of black truffle goat cheese added for the final ten minutes.
There was a general hubbub, not right when Paige brought in all those toothsome savories, but only a bit thereafter, once all the mouths in the gallery had settled so piquantly into all the rich, luscious succulence that had been captured by her within her latest culinary experiment.
Almost simultaneously, like clockwork, our brewster Esther brought in trays of small tasters of her newest hefe, with extra wedges of lemon for anyone who might care to add a bit more sour.
Suddenly, a cloud of ester-like aromas: strawberry, apple, banana, pear, pineapple, durian.
Then, a while before the pièce de résistance—the bouillabaisse—the improv show continued.
Paige and Esther—the aromas had by then dissipated—had agreed to team up, to woman up, on the bouillabaisse, which, with subtle hints of cayenne and saffron, was certain to please.
Alma, meanwhile, she had lined up some of her most enticing, enchanting glass casts of a variety of ocean prey, the ultimate catch, visually and sensorily, angled and trawled, extracted and retrieved, and then blown, via blowpipe, into various sea creatures, all set, mirrored, as glassfish.
And they mirrored themselves all around the gallery, repeating and reflecting, sending their own images throughout the whole space of it. And then, just as suddenly as it had almost been forgotten, the play again began, the players all geared up in masks: set to enjoy the impending feast after words, given to eat and to drink, to all possible merriment before the end of their days.
So it was, with sea robin, monkfish, john dory, slipper lobster, velvet crab, sea urchin, vive.
A sea change, then, set to musics of poissons d’or, other minds, obscured by masques, the tragicomedy of existence, house of mirrors with no exit, reflets dans l’eau, bells through the leaves.
Ward in the hospital, une barque sur l’océan: two crabs, two lovers, two thistles, two women in the moor, the woods, the brothel, with trees in blossom, with irises in the foreground, the painter on his way to work, in the courtyard of the hospital, willows at sunset, two red herrings.
Three magpie harlequin cats, a Persian, a Tiffanie, and an exotic shorthair, well, they had until now been either preening themselves, or otherwise luxuriantly napping, hibernating, or couch surfing. Provided with cozy beds, cozy comforters, placed in various discreet cozy locations throughout the gallery, all they did was purr, hardly even noticed by the casual observer.
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Una fiesta para los sentidos, por Robert Fuller (extracto)
Soñar sin gotas de lluvia. La lluvia había amainado. ¿Cómo volver a soñarla?
Paige, que también ejercía de ayudante de chef, había intuido que con un nuevo conjunto de sabores en la mezcla, podría resultar que el picante y la ralladura adicionales bien podrían sembrar nuevas nubes dentro de su sueño.
En la galería había varias copas que Smith -Alma, sin duda- había adornado con tanta gracia con plantas de oración, stromanthe, tan artísticamente, de tal manera que si uno miraba justo así a esos recipientes, podía incluso sentir cómo las hojas se enrollaban y desplegaban, y luego, al amanecer, seguían al sol.
En ese momento, el sous chef llegó con más delicias, adornadas con flores amarillas y hojas de trébol de la planta de los pepinillos, para añadir un toque de amargura al plato que acababa de preparar, que habían sido cuidadosamente servidas en cuencos decorados con imágenes de pinturas rupestres, principalmente en la gama de colores rojo-naranja-amarillo del espectro.
Estas delicias eran una variante de macarrones con queso trufado, hechos con pasta penne cocida en agua con jugo de almejas, pimienta de cayena, sal de limón, chile ancho en polvo y hierbas de Provenza, así como una generosa ración de almejas, y rociados con salsa de pescado, luego escurridos y horneados durante una hora entera, con un suave derretimiento de queso de cabra trufado negro añadido durante los últimos diez minutos.
Hubo una algarabía general, no justo cuando Paige trajo todos aquellos sabrosos manjares, sino sólo un poco después, una vez que todas las bocas de la galería se hubieron asentado tan picantemente en toda la rica y deliciosa suculencia que había sido capturada por ella dentro de su último experimento culinario.
Casi al mismo tiempo, como un reloj, nuestra cervecera Esther trajo bandejas con pequeñas muestras de su hefe más reciente, con trozos extra de limón para quien quisiera añadir un poco más de ácido.
De repente, una nube de aromas tipo éster: fresa, manzana, plátano, pera, piña, durian.
Luego, un rato antes de la pièce de résistance -la bullabesa- continuó el espectáculo de improvisación.
Paige y Esther -los aromas ya se habían disipado- habían acordado formar equipo, ser mujeres, en la bullabesa, que, con sutiles toques de cayena y azafrán, sin duda iba a gustar.
Alma, mientras tanto, había alineado algunos de sus moldes de vidrio más tentadores y encantadores de una variedad de presas oceánicas, la captura definitiva, visual y sensorialmente, angulada y arrastrada, extraída y recuperada, y luego soplada, a través de un soplete, en varias criaturas marinas, todas colocadas, reflejadas, como peces de cristal.
Y se reflejaron por toda la galería, repitiéndose y reflejándose, enviando sus propias imágenes por todo el espacio. Y entonces, tan repentinamente como casi había sido olvidada, la obra comenzó de nuevo, todos los actores ataviados con máscaras: listos para disfrutar de la inminente fiesta después de las palabras, entregados a comer y beber, a toda la alegría posible antes del fin de sus días.
Así fue, con petirrojo de mar, rape, gallo, langosta zapatilla, cangrejo de terciopelo, erizo de mar, vive.
Un cambio de mar, entonces, ambientado con músicas de poissons d'or, otras mentes, oscurecidas por masques, la tragicomedia de la existencia, casa de espejos sin salida, reflets dans l'eau, campanas a través de las hojas.
Sala en el hospital, une barque sur l'océan: dos cangrejos, dos amantes, dos cardos, dos mujeres en el páramo, el bosque, el burdel, con árboles en flor, con lirios en primer plano, el pintor camino del trabajo, en el patio del hospital, sauces al atardecer, dos arenques rojos.
Tres gatos arlequín urraca, un persa, un tiffanie y un exótico de pelo corto, habían estado hasta ahora acicalándose o durmiendo lujosamente la siesta, hibernando o surfeando en el sofá. Dotados de camas y edredones acogedores, colocados en varios lugares discretamente acogedores por toda la galería, lo único que hacían era ronronear, sin que el observador casual se percatara de ello.
♦♦♦
Max, por Robert Fuller
Max retozaba con la guitarra, tumbado en el sofá, mientras tocaba los mismos tres acordes una y otra vez, destrozándolos y retorciéndolos sin cesar, mientras murmuraba o gemía o entonaba en falsete otra cansina serie de letras sobre sus ex novias y cómo todas le habían despreciado y cómo, incluso cuando todo iba bien, ninguna de ellas había sido realmente digna de él, siendo como era su destreza artística. Todas lamentarían el día en que le dejaron marchar. ¡Iba a llegar lejos!
Pero al cabo de unas horas, de repente, en un arrebato de furia, tiró la guitarra al otro lado de la habitación, rompiendo la mayoría de las cuerdas y dañando gravemente el cuerpo.
"¡No aguanto más! Estoy harto de esta mierda!" Gritaba al televisor, a las paredes, a todo el que quisiera escucharle. Nadie respondía, al menos no de inmediato.
Había deseado en secreto, durante la mayor parte de su vida, hacer algo más interesante y satisfactorio, más elaborado. Llevaba una década estudiando en privado, pero sólo a medias; si se lo hubiera contado a alguno de sus amigos, se habría convertido al instante en un paria, en un marginado, en alguien que ya no formaba parte de sus camarillas.
Pero por fin había llegado a su punto de ruptura y ya no le importaba ganar el concurso de popularidad de nadie. No era una cuestión de haber razonado, como ser humano completamente racional; era más a nivel de sentimiento, en forma de una persistente intuición de que había estado malgastando su vida y su talento, intentando en vano encajar su experiencia vital en las mismas viejas y cansadas construcciones formulistas.
Al fin y al cabo, el mundo del sonido, como el mundo mismo, era un vórtice vasto, arremolinado e infinito. Entonces, ¿por qué iba a someterse a la cata de un subconjunto ínfimo de un reino que no tenía límites ni ataduras y en el que todo era posible?
Sus estudios, que al principio había cursado completamente solo, sin que nadie le guiara, eran una amalgama de numerosos campos y disciplinas, no todos relacionados directamente con la música. Sentía profundamente que, dentro de este universo infinito, desconcertante, maravilloso y aterrador -que incluía el universo del sonido, ya que todo era en realidad una especie de vibración-, todo, a todos los niveles, micro, macro y todo lo demás, no sólo formaba parte de una misteriosa unidad, sino que también era autosimilar, a todos los niveles. Miraras donde miraras, todos los patrones se fusionaban, convergían y divergían hasta el infinito.
Un viejo amigo suyo, cuyos estudios de música abarcaron bastantes décadas, incluyendo una mezcla ecléctica tanto de formación formal como de incursiones autodirigidas en una amplia variedad de temas, le había recomendado que investigara el estudio y la práctica de la teoría musical a lo largo de los muchos siglos que había florecido antes de su descarada comercialización y mercantilización. En esta era moderna, lo que en un tiempo había sido una forma de arte llamada "música" se había transformado en una industria dedicada a suministrar a los consumidores las bandas sonoras y cancioncillas que aparentemente necesitaban para seguir adelante con sus vidas de trabajo, en su mayoría para ejecutivos mucho más ricos e importantes de lo que ellos serían jamás.
Así que Max, al principio, sin tener mucha idea de adónde le llevaría esta nueva aventura, se adentró con cautela en las tibias aguas de su búsqueda.
Aunque ya no se consideraba religioso, al menos no en el sentido habitual, no tardó en descubrir el canto llano, con todas sus elaboradas melodías, melismas, peculiares textos en latín y tropos, y pasó incontables horas de verano en el porche trasero del piso superior de la casa de sus padres, a la deriva en el estudio de cómo los antiguos monjes y santos habían conseguido conjurar sus intemporales e inquietantes melodías. A veces estaba tan embelesado con la nueva dirección que había tomado su vida que era completamente ajeno al calor y la humedad obscenamente altos que envolvían la soledad de su guarida secreta en el sofocante aire del verano.
Su estudio del canto llano le condujo, lógicamente, a otras actividades que emprendió simultáneamente. Pronto se sintió fascinado por el contrapunto de las especies, codificado principalmente en el Gradus ad Parnassum de Johann Joseph Fux. Pero cuando empezó a profundizar en el tema, muy pronto se dio cuenta de que, para poder yuxtaponer varias melodías simultáneamente, sin que resultara una especie de jungla disonante de cacofonía, tendría que aprender mucho sobre algunas de las otras leyes que subyacen y sustentan las artes musicales. Estaba el estudio de la armonía funcional, que trataba de las estructuras acordales que se producían cuando combinabas dos o más melodías. Y la idea de que había varias formas en que los acordes funcionaban dentro de las escalas mayor y menor era algo que le resultaba intrigante. Estaban alineados en una especie de sistema jerárquico, dentro del cual la funcionalidad estaba relacionada no sólo con el grado de la escala, sino también con el tipo de acorde (que podía ser mayor, menor, disminuido o cualquier número de variedades de acordes relacionados), así como con su función dentro del funcionamiento del sistema armónico. La palabra "función" era evasiva, ya que lo que realmente significaba era que los acordes basados en varios grados de escala se agrupaban porque encajaban en ciertos patrones de acordes fundamentales que, a lo largo de los siglos, se habían probado con una amplia variedad de melodías, contrapuntos y ritmos -por no mencionar que se habían probado a lo largo de la siempre cambiante historia de los estilos musicales- y se había descubierto que aportaban cierta sensación de coherencia, lógica y placer a la experiencia auditiva.
Pero para ahondar de verdad en los misterios y secretos de la música, Max pronto se dio cuenta de que tendría que explorar un poco más a fondo; le faltaba una pieza importante del rompecabezas. Había unos cimientos muy básicos, un sótano, que sostenía su castillo de encanto musical; y él, hasta la fecha, ignoraba por completo que existieran.
¿Cómo habían decidido inicialmente las músicas occidentales las escalas mayores y menores, o, por ejemplo, los modos de la antigua Grecia? Max dedujo que no tendría la menor idea de cómo abordar esta cuestión sin un estudio más profundo, a un nivel más microcósmico dentro de esta disciplina. Tendría que dedicarse al estudio de la acústica musical. Pero en aquel momento no tenía ni idea de que ese estudio en concreto iba a ser el siguiente paso en su camino.
Recogió los restos, los huesos, de su antigua guitarra, y contempló lo que acababa de hacer. Se le ocurrió que la guitarra en sí no era el problema. El problema real era que él mismo, junto con la mayor parte de la sociedad humana, estaba atrapado en patrones autogenerados y autorreproducibles, y que estos patrones nunca eran examinados de forma crítica por... bueno, ¡por casi nadie!
Empezó a explorar su propia filosofía del experimento humano. (No tenía ni idea de cómo había surgido inicialmente este experimento. Existían ciertos mitos antiguos sobre cómo y de dónde procedían los humanos -y por qué-, pero en general no les daba mucha credibilidad).
Para pensar en profundidad sobre cualquier cosa relevante, razonaba, era necesario -o al menos útil- partir de algo particular. Dentro de las limitaciones que le imponían unas condiciones que no estaban del todo, o en absoluto, bajo su control, le resultaba obvio que no podía empezar examinando ningún tipo de "verdad" universal basada, muy probablemente, en un montón de axiomas no demostrados, o meramente conjeturados.
Así pues: estaba la observación de que los humanos, así como la mayoría o todas las demás formas de vida, tienden a replicarse.
Ahora bien, en el atolladero actual que sufrían los humanos, prácticamente todo lo que podía comprarse y venderse en el mercado era básicamente una réplica de algún artefacto original, que luego se vertía en un molde, se producía en serie y se enviaba, a un precio, a los ansiosos participantes, los consumidores, dentro del juego de suma no nula de la economía de mercado global.
Pero, más concretamente, cualquier reproducción con éxito de un artefacto cultural, o de otro tipo, meramente popular, una vez alcanzada cierta masa crítica, tendía, al menos a corto plazo, a autorreforzarse. Cuantas más copias se vendían, más copias se vendían. Así de sencillo.
Y la faceta de replicación de esta máquina era aún más perniciosa que eso. La replicación se extendía incluso a la sustancia, la médula, de la mercancía sonora que todos comercializaban. "La repetición vende". Si repites una melodía o una letra triste o sexy o algún otro tipo de "gancho" suficientes veces en una canción de tres minutos, las masas la comprarán. Se les seduce, se les tranquiliza, se les hipnotiza. Se duermen.
Max estaba cansado de dormir. De ese tipo de sueño.
Unos días después, por fin tuvo noticias de su novia. Max no tenía ni idea de por qué le había ignorado durante tanto tiempo. Posiblemente se había enterado de que había tirado la guitarra contra la pared...
Oyó su voz por el auricular; la recepción no era muy buena. No estaba seguro de haber entendido bien lo que decía. Puede que ni ella misma lo supiera.
Pero había un cierto sabor en su tono de voz con el que él ya no podía identificarse. Era su insistencia en hablar, una y otra vez, de algo con lo que él ya no se identificaba. No estaba totalmente seguro de cuál era el tema en cuestión; sólo tenía la vaga sensación de que, fuera lo que fuera, ya no le convenía, en su estado actual.
Entonces lo vio, de golpe: su propio melodrama era la base, era el epítome de las mismas letras de molde que todos los demás en el negocio de la música repetían como loros una y otra vez.
Caminó por el bosque por todos sus senderos favoritos del cinturón verde, escuchando con gran deleite los arroyos y riachuelos engordados por los aguaceros y chaparrones de la semana pasada. El tenue gorgoteo del agua era un lienzo, hecho para que los pájaros pintaran sus ricos colores de canto, en pasteles, óleos y lápices de colores, sobre éste, el tapiz de cantos gorjeantes propio de la naturaleza. Estaba borracho, absolutamente empapado, del bosque rico en sonidos de su propia imaginación. Caminó y caminó y se empapó de todo.
Más tarde, como por arte de magia, tropezó con la clave que había estado esperando hacía poco en el curso de su siempre fluido viaje musical de estudio.
¡Helmholtz! Al igual que con otros caminos de su laberinto de descubrimientos, no tenía ni idea de cómo había encontrado este eslabón concreto, esta pieza del puzzle que unía tan estrechamente tantas otras piezas en una unidad que ahora se fusionaba tan rápidamente, ¡convergiendo directamente hacia el horizonte de su comprensión!
Este eslabón perdido, el que había estado esperando tan asiduamente, le reveló que todos los sonidos podían construirse a partir de diversas combinaciones de la más simple de las oscilaciones, a saber, las ondas sinusoidales. A partir de un tono determinado, denominado fundamental, podías derivar fácilmente una serie de armónicos: el doble de la frecuencia del fundamental, luego el triple, luego el cuádruple, y así sucesivamente. Si sumaras estos armónicos, partiendo de la frecuencia fundamental, de modo que cada armónico sucesivo sonara a un volumen más suave que el precedente, descubrirías que cambiaría la calidad, el color del sonido, el timbre, de la forma de onda periódica. Cualquier cambio en el color del sonido dependería de las amplitudes relativas de todos sus armónicos. Para ser simplistas, si cambiaras adecuadamente las amplitudes relativas de los armónicos del sonido de un violín, ¡podría sonar más como un oboe!
Ahora, leyendo más en este grueso texto de Helmholtz, Max dio con otra clave. Las relaciones enteras simples de los armónicos, o parciales, de cualquier tono musical, también proporcionaban el marco básico del que derivaban las escalas musicales. El más básico de los intervalos, la octava, era simplemente dos veces la frecuencia inicial. Así, todas las octavas, partiendo de cualquier frecuencia dada, podían expresarse como cocientes de las potencias de dos: 1, 2, 4, etc. Para las octavas inferiores a la frecuencia inicial, las proporciones serían las inversas: 1, 1/2, 1/4, etc.
A partir de ahí, todo se volvió mucho más turbio, mucho más complicado.
Mientras tanto, Max había invertido en una nueva guitarra. Ésta era especial, en el sentido de que la había fabricado un constructor local de instrumentos artesanales al que había conocido en persona, es decir, que no había sido producida en serie de forma anónima en alguna fábrica del tercer mundo. Los sonidos, los timbres, que era capaz de producir, siempre que estaba totalmente en sintonía con su nueva guitarra, eran de otro mundo, sublimes, totalmente radicales.
Estudió cómo se había fabricado el instrumento. Prestó especial atención a la disposición de los trastes y a sus proporciones relativas. Pudo ver y oír claramente que, en la cuerda Mi grave, la octava superior podía producirse pulsando exactamente en el punto medio de la cuerda y luego punteándola.
En las semanas siguientes, regresó a su lugar natal, en lo profundo del bosque, rodeado por el gorjeo aviar del canto del agua. Vagaba día tras día, sin estar seguro de nada, sólo escuchando, profundamente, en lo más profundo del bosque. Nadie le molestaba.
Sus incursiones en el mundo del sonido, al principio tentativas, florecieron en muchas flores, muchos pétalos de serendipia, mundos de audio que nunca había imaginado posibles. Todos los pájaros del mundo cantaban, chillaban, improvisaban en armonía con él. Nunca estuvo solo.
Tomó conciencia de infinitas posibilidades, todas muy suaves y sutiles, de cómo todos los sonidos terrenales y universales podían resonar, hablar, aullar, dentro del propio ser y de la conciencia consciente. Los dejó resonar, libremente.
♦♦♦
El Inspector, por Robert Fuller
El inspector estaba ocupado. El teléfono sonaba sin cesar. Por fin descolgó.
"Gaudeau, ¿quién es?".
Se produjo un silencio incómodo. Luego, una voz tímida. "Tengo información importante".
"¿Cuál es su naturaleza? ¿Y quién eres tú?"
"No puedo divulgar eso. Pero es muy importante. Es sobre tu caso".
"Nadie lo sabe. Es estrictamente alto secreto". Luego, una breve pausa. "¿Qué tipo de información?"
"La conozco. He visto tu investigación".
"¿Qué has oído?"
"Estás investigando un engaño. El mayor engaño de la historia".
El inspector Gaudeau se quedó estupefacto. Pero guardó silencio. "Sí, sí, cuéntalo".
"Necesito mi anonimato. No rastrees esta llamada".
Susurró el inspector con fiereza. "Tienes mi palabra".
"Primero dime algo. ¿Por qué exponer este engaño? ¿Cuál es exactamente tu punto de vista?"
"Dime tú el tuyo. ¿Por qué te importa? ¿Por qué me ayudas? ¿No puedes desenmascararlo? Sabes tanto...".
"Intento ayudar. Estás siendo muy difícil".
"Sólo dame algo. Aunque sólo sea un pequeño indicio. Un gesto de buena fe. Entonces accederé con gusto".
"Vale, aquí está. Sólo un pequeño bocado. He encontrado las pruebas. ¿Cuál es tu teoría? ¿Y por qué te involucras?"
"¿Qué tipo de pruebas?"
El hombre se puso furioso. Perdió los nervios. "¿Por qué eres tan difícil? Dame lo que te pido. O colgaré".
El inspector Gaudeau se ablandó. Necesitaba un respiro. Podría ser éste. "He hablado de buena fe. La humanidad ha sido engañada. Alimentada con montones de mentiras. Así que ésta es mi teoría. Fue hace siglos. Hubo una conspiración. Una conspiración para cometer fraude. Se inventaron cosas".
"Sí, sí, eso está bien. Y tengo pruebas. Conozco el lugar. Continúa, por favor".
"Querían engañar. Extraviar a la humanidad. Por eso el libro. Algunas cosas eran ciertas. Basadas en hechos históricos. Hechos que eran verificables. Ese era el gancho. Eso fue lo que atrajo a la gente. Les atraía. Como polillas a las bombillas. Como los lemmings a los acantilados. Como los niños a los gaiteros. No podían evitarlo". Una breve y pesada pausa. "Entonces, ¿dónde está el lugar? ¿La ubicación de qué?"
"Sigues resistiendo. ¿Por qué tú en particular? ¿Te han herido personalmente? ¿Tienes legitimación? Me refiero a legitimación. Que los jueces pudieran aceptar".
Mantuvo la calma. Pero Gaudeau estaba furioso. "¿Esto es un tribunal?" En un fuerte susurro. Luego continuó. "¿Eres mi juez? ¿Mi jurado, mi verdugo? ¿De qué va todo esto?"
"Estás perdiendo la calma. No te llevará a ninguna parte. Responde a la pregunta".
Se lo pensó. ¿Cuál era su punto de vista? ¿Había resultado herido? ¿Cuál era su posición?
"Te estás tomando tu tiempo. No tenemos tiempo. Este asunto es urgente. Hay que airearlo. Antes de que sea demasiado tarde. Ponte a ello..."
Gaudeau intentó algo nuevo. Algo parecido a la psicología inversa. Se inventó algo. O pensó que lo había hecho. "Había una cueva. Llena de murciélagos. Era su escondite. La entrada estaba oculta. Los textos antiguos lo documentan. Aún no la he encontrado. Quizá un mapa del tesoro. La "X" marca el lugar. Todo a capa y espada. La gente juró guardar el secreto. Eso era lo extraño. Sabían algo profundo. ¿Por qué la sociedad secreta? ¿Por qué mantenerlo oculto?".
El teléfono permaneció en silencio. Durante bastante tiempo. Un débil zumbido. Algo parecido a un zumbido. ¿Les estaban pinchando? Nadie podía decirlo. Finalmente, el hombre habló. "Tienes razón. Era una cueva. Los murciélagos eran omnipresentes. Ése era el problema. No se trataba de ocultar nada. No ocultaban nada. Todos se infectaron. Cubrieron la entrada. El mundo estaba en peligro. Todos se sacrificaron".
"Esto no tiene sentido. ¿Cómo lo has averiguado?" Y entonces algo encajó. Era un murciélago. Y había escapado. Con todas las pruebas. Por eso lo sabía. Dónde estaba la cueva. Gaudeau sabía su nombre. Empezaba por 'D'. Y 'D' no estaba infectado. Él era la infección.
'D' sabía todo esto. Entonces empezó la perforación. Justo a través del teléfono. Sólo dos agujeros diminutos. El teléfono se ensangrentó.
12 de septiembre de 2023